miércoles, 17 de julio de 2019

Cuando nos mienten debemos preguntarnos quienes lo hacen, cuanto hace que lo hacen y cómo vivían antes de hacerlo y cómo luego ,) elemental watson ;)

La experiencia es un empeine con el cual le pegás a la polota (con o polota y no pelota porque cancheramente se le dice así) mientras una botinera te sigue mamando el solape, decía Ringo-Chelo-Starr cuando jugaba en el Manchester de camiseta celeste


Dos dedos es una segunda opinión y tres es mayor seguridad, por eso es que no cualquiera la emboca en a grieta garbo decía Frank sin Aptra ;)

Esta nota se titula: todo nos chupa un huevo y la mitad del otro por quince años pero somos todos buena gente que de ningún modo tenemos responsabilidad de nada del presente y que no tuvimos oportunidad alguna de dejar de censurarme a tiempo para evitar el catastrófico presente ;)

Cuando yo sea presidente, lo primero que haré es decretar que se reconozca internacionalmente que considero a Coco Silly la mejor persona de toda la argentina y que quiero que sea mi amigo del alma para siempre, no como otros que no se la juegan por nuestro gremio masculino y que arrugan ante la primer guacha feminazi que viene a alterar nuestra cofradía de buenas personas solidarias. Y lo digo en serio, le voy a hacer una estatua junto a los padres de la patria. Cosa que también habría hecho por Beto Cassella pero Beto eligió traicionarme.


Si negamos que existe un modo científico de debatir  sumidos en egomanías y en narcisismos jamás llegaremos a lo que fue la superación de Shopenauer lograda por Wigestein.
Ricardo Garavito DNI 23.968798

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La dialéctica erística1 es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente –por fas y por nefas-2. Puede tenerse ciertamente razón objetiva en un asunto y sin embargo, a ojos de los presentes y algunas veces también a los de uno mismo, parecer falto de ella. A saber, cuando el adversario refuta mi prueba y esto sirve como refutación misma de mi afirmación, la cual hubiese podido ser defendida de otro modo. En este caso, como es natural, para él la relación es inversa, pues le asiste la razón en lo que objetivamente no la tiene. En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas. (Hacia lo último se dirige la dialéctica.)
¿Cuál es el origen de esto? La maldad natural del género humano. Si no fuese así, si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario. esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad. Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero.
Sin embargo, esa improbidad misma, el empeño en mantener tozudamente una tesis incluso cuando nos parece falsa, todavía tiene una excusa. Con frecuencia al comienzo de la discusión estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber habido una adecuada para defender nuestra afirmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De ahí que surja en nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del adversario incluso cuando parece correcto y definitivo, pues, precisamente, creemos que su propia corrección no es más que ilusoria y que durante el curso de la discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquél, o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad. De ahí que casi nos veamos obligados a actuar con improbidad en las disputas o, cuando menos, tentados a ello con gran facilidad. De esta forma se amparan mutuamente la debilidad de nuestro entendimiento y la versatilidad de nuestra voluntad. Esto ocasiona que, por regla general, quien discute no luche por amor de la verdad, sino por su tesis como pro ara et focis [por el altar y el hogar] y por fas o por nefas puesto que como ya se ha mostrado, no puede hacerlo de otro modo. Lo habitual será, pues, que todos quieran que sea su afirmación la que prevalezca sobre las otras, aunque momentáneamente llegue incluso a parecerles falsa o dudosa"
DIALÉCTICA ERISTICA
O EL ARTE DE TENER RAZON
Expuesta en 38 estratagemas
Arthur Schopenhauer
Por lo general, los antiguos, usaron lógica y dialéctica como sinónimo; también los modernos.
2 Erística sería sólo una palabra más severa para designar lo mismo. Aristóteles


"Cuando la situación semeja ser exactamente tal como se
nos aparece, la alternativa más probable es que sea una farsa
total; cuando la farsa es excesivamente evidente, la posibilidad
más probable es que no haya nada de farsa." — E r v i n g
Goffman, Strategic Interaction.
"El marco de referencia que aquí importa no es el de la
moral sino el de la supervivencia. La capacidad lingüística para
ocultar información, informar erróneamente, provocar ambigüedad,
formular hipótesis e inventar es indispensable, en
todos los niveles —desde el camuflaje grosero hasta la visión
poética—, para el equilibrio de la conciencia humana y el desarrollo
del hombre en la sociedad..." —George Steiner, After
Babel.
"Si la falsedad, como la verdad, tuviese un solo rostro, estaríamos
mejor, ya que podríamos considerar cierto lo opuesto de
lo que dijo el mentiroso. Pero lo contrario a la verdad tiene m i l
formas y un campo ilimitado." —Montaigne, Ensayos.


Es el 15 de septiembre de 1938 y va a iniciarse uno de los
engaños más infames y mortíferos de la historia. Adolf Hitler,
canciller de Alemania, y Neville Chamberlain, primer ministro
de Gran Bretaña, se encuentran por vez primera. El mundo
aguarda expectante, sabiendo que ésta puede ser la última
esperanza de evitar otra guerra mundial. (Hace apenas seis
meses las tropas de Hitler invadieron Austria y la anexionaron
a Alemania. Inglaterra y Francia protestaron, pero nada más.)
El 12 de septiembre, tres días antes de esta reunión con Chamberlain,
Hitler exige que una parte de Checoslovaquia sea
anexionada también a Alemania, e incita a la revuelta en ese
país. Secretamente, Hitler ya ha movilizado al ejército alemán
para atacar Checoslovaquia, pero sabe que no estará listo para
ello hasta finales de septiembre.
Si Hitler logra evitar durante unas semanas más que los
checoslovacos movilicen sus tropas, tendrá la ventaja de un
ataque por sorpresa. Para ganar tiempo, le oculta a Chamberlain
sus planes de invasión y le da su palabra de que si los
checos satisfacen sus demandas se preservará la paz. Chamberlain
es engañado; trata de persuadir a los checos de que no
movilicen su ejército mientras exista aún una posibilidad de
negociar con Hitler. Después de su encuentro con éste, Chamberlain
le escribe a su hermana: "...pese a la dureza y crueldad
que me pareció ver en su rostro, tuve la impresión de que podía
confiarse en ese hombre si daba su palabra de honor".1 Cinco
días más tarde, defendiendo su política en el Parlamento frente
a quienes dudaban de la buena fe de Hitler, Chamberlain
explica en un discurso que su contacto personal con Hitler le
permitía decir que éste "decía lo que realmente pensaba".2
Cuando comencé a estudiar la mentira, hace quince años,
no tenía idea en absoluto de que mi trabajo pudiera tener
alguna relación con esta clase de mentiras. Pensaba que sólo
podía ser útil para los que trabajaban con enfermos mentales.
Dicho estudio se había iniciado cuando unos terapeutas a
quienes les había comunicado mis hallazgos anteriores —que
las expresiones faciales son universales, en tanto que los
ademanes son específicos de cada cultura:— me preguntaron si
esos comportamientos no verbales podían revelar que el paciente
estaba mintiendo.3 Por lo general esto no origina dificultades,
pero se convierte en un problema cuando un individuo que
ha sido internado en un hospital a raíz de un intento de suicidio
simula que se siente mucho mejor. A los médicos los aterroriza
ser engañados por un sujeto que se suicida cuando queda
libre de las restricciones que le ha impuesto el hospital. Esta
inquietud práctica de los terapeutas planteó una cuestión
fundamental acerca de la comunicación humana: ¿pueden las
personas controlar todos los mensajes que transmiten, incluso
cuando están muy perturbadas, o es que su conducta no verbal
delatará lo que esconden las palabras?
Busqué entre mis filmaciones de entrevistas con pacientes
psiquiátricos un caso de mentira. Había preparado esas películas
con una finalidad distinta: identificar las expresiones del
rostro y los ademanes que podían ayudar a diagnosticar un tipo
de trastorno mental y su gravedad. Ahora que mi interés se
centraba en el engaño, me parecía ver señales de mentiras en
muchos de esos filmes. La cuestión era cómo estar seguro de
que lo eran. Sólo en un caso no tuve ninguna duda, por lo que
sucedió después de la entrevista.
Mary era una ama de casa de 42 años. El último de sus tres
intentos de suicidio había sido muy grave: sólo por casualidad
alguien la encontró antes de que la sobredosis de pildoras que
había tomado acabase con ella. Su historia no era muy diferente
de la de tantas otras mujeres deprimidas de mediana edad.
Los chicos habían crecido y ya no la necesitaban, su marido
parecía enfrascado totalmente en su trabajo... Mary se sentía
inútil. Para la época en que fue internada en el hospital ya no
era capaz de llevar adelante el hogar, no dormía bien y pasaba
la mayor parte del tiempo llorando a solas.
En las tres primeras semanas que estuvo en el hospital fue
medicada e hizo terapia de grupo. Pareció reaccionar bien:
recobró la vivacidad y dejó de hablar de suicidarse. En una de
las entrevistas que filmamos, Mary le contó al médico lo mejorada
que se encontraba, y le pidió que la autorizara a salir el
fin de semana. Pero antes de recibir el permiso... confesó que
había mentido para conseguirlo: todavía quería, desesperadamente,
matarse. Debió pasar otros tres meses en el hospital
hasta recobrarse de veras, aunque un año más tarde tuvo una
recaída. Luego dejó el hospital y, por lo que sé, aparentemente
anduvo bien muchos años.
La entrevista filmada con Mary hizo caer en el error a la
mayoría de los jóvenes psiquiatras y psicólogos a quienes se la
mostré, y aun a muchos de los expertos. 4 La estudiamos centenares
de horas, volviendo atrás repetidas veces, inspeccionando
cada gesto y cada expresión con cámara lenta para tratar de
descubrir cualquier indicio de engaño. En una brevísima pausa
que hizo Mary antes de explicarle al médico cuáles eran sus
planes para el futuro, vimos en cámara lenta una fugaz expresión
facial de desesperación, tan efímera que la habíamos
pasado por alto las primeras veces que examinamos el film.
Una vez que advertimos que los sentimientos ocultos podían
evidenciarse en estas brevísimas microexpresiones, buscamos y
encontramos muchas más, que habitualmente eran encubiertas
al instante por una sonrisa. También encontramos un microademán:
al contarle al médico lo bien que estaba superando sus
dificultades, Mary mostraba a veces un fragmento de gesto de
indiferencia... ni siquiera era un ademán completo, sino sólo
una parte: a veces, se trataba de una leve rotación de una de
sus manos, otras veces las manos quedaban quietas pero
encogía un hombro en forma casi imperceptible.
Creímos haber observado otros indicios no verbales del
engaño, pero no estábamos seguros de haberlos descubierto o
imaginado. Cualquier comportamiento inocente parece sospechoso
cuando uno sabe que el sujeto ha mentido. Sólo una
medición objetiva, no influenciada por nuestro conocimiento de
que la persona mentía o decía la verdad, podía servirnos como
prueba que corroborase lo que habíamos observado. Además,
para estar seguros de que los indicios de engaño descubiertos
no eran idiosincrásicos, teníamos que estudiar a mucha gente.
Lógicamente, para el encargado de detectar las mentiras —el
cazador de mentiras— todo sería mucho más sencillo si las
conductas que traicionan el engaño de un sujeto fuesen evidentes
también en las mentiras de otros sujetos; pero ocurre que
los signos del engaño pueden ser propios de cada individuo.
Diseñamos un experimento, tomando como modelo la mentira
de Mary, en el cual los sujetos estudiados tenían una intensa
motivación para ocultar las fuertes emociones negativas experimentadas
en el momento de mentir. Les hicimos observar a
estos sujetos una película muy perturbadora, en la que aparecían
escenas quirúrgicas sangrientas; debían ocultar sus sentimientos
reales de repugnancia, disgusto o angustia y convencer
a un entrevistador que no había visto el film de que habían
disfrutado una película documental en la que se presentaban
bellos jardines floridos. (En los capítulos 4 y 5 damos cuenta de
nuestros hallazgos.)
No pasó más de un año —aún estábamos en las etapas
iniciales de nuestros experimentos sobre mentiras— cuando
me enteré de que me estaban buscando ciertas personas interesadas
en un tipo de mentiras muy diferente. ¿Podían servir mis
métodos o mis hallazgos para atrapar a ciertos norteamericanos
sospechosos de trabajar como espías para otros países? A
medida que fueron pasando los años y nuestros descubrimientos
sobre los indicios conductuales de los engaños de pacientes
a sus médicos se publicaron en revistas científicas, las solicitudes
aumentaron. ¿Qué opinaba yo sobre la posibilidad de adiestrar
a los guardaespaldas de los integrantes del gabinete para
que pudiesen individualizar, a través de sus ademanes o de su
modo de caminar, a un terrorista dispuesto a asesinar a uno de
estos altos funcionarios? ¿Podíamos enseñarle al FBI a entrenar
a sus policías para que fuesen capaces de averiguar cuándo
mentía un sospechoso? Ya no me sorprendió cuando me
preguntaron si sería capaz de ayudar a los funcionarios que
llevaban a cabo negociaciones internacionales del más alto
nivel para que detectasen las mentiras del otro bando, o si a
partir de unas fotografías tomadas a Patricia Hearst mientras
participó en el asalto a un banco podría decir si ella había
tenido o no el propósito de robar. En los cinco últimos años el
interés por este tema se internacionalizó: tomaron contacto
conmigo representantes de dos países con los que Estados
Unidos mantenía relaciones amistosas, y en una ocasión en que
yo estaba dando unas conferencias en la Unión Soviética, se me
aproximaron algunos funcionarios que dijeron pertenecer a un
"organismo eléctrico" responsable de los interrogatorios.
No me causaba mucho agrado este interés; temía que mis
hallazgos fuesen aceptados acríticamente o aplicados en forma
apresurada como producto de la ansiedad, o que se utilizasen
con fines inconfesables. Pensaba que a menudo las claves no
verbales del engaño no serían evidentes en la mayor parte de
los falseamientos de tipo criminal, político o diplomático; sólo
se trataba de "corazonadas" o conjeturas. Cuando era interrogado
al respecto no sabía explicar el porqué. Para lograrlo,
tenía que averiguar el motivo de que las personas cometiesen
errores al mentir, como de hecho lo hacen. No todas las mentiras
fracasan en sus propósitos: algunas son ejecutadas impecablemente.
No es forzoso que haya indicios conductuales —una
expresión facial mantenida durante un tiempo excesivo, un
ademán habitual que no aparece, un quiebro momentáneo de la
voz—. Debía haber signos delatores. Sin embargo, yo estaba
seguro de que tenían que existir ciertos indicios generales del
engaño, de que aun a los mentirosos más impenetrables los
tenía que traicionar su comportamiento. Ahora bien: saber
cuándo una mentira lograba su objetivo y cuándo fracasaba,
cuándo tenía sentido indagar en busca de indicios y cuándo no,
significaba saber cómo diferían entre sí las mentiras, los mentirosos
y los descubridores de mentiras.
La mentira que Hitler le dijo a Chamberlain y la que Mary
le dijo a su médico implicaban, ambas, engaños sumamente
graves, donde lo que estaba en juego eran vidas humanas.
Ambos escondieron sus planes para el futuro y, como aspecto
central de su mentira, simularon emociones que no tenían.
Pero la diferencia entre la primera de estas mentiras y la
segunda es enorme. Hitler es un ejemplo de lo que más tarde
denominaré "ejecutante profesional"; además de su habilidad
natural, tenía mucho más práctica en el engaño que Mary.
Por otra parte, Hitler contaba con una ventaja: estaba
engañando a alguien que deseaba ser engañado. Chamberlain
era una víctima bien dispuesta, ya que él quería creer en la
mentira de Hitler, en que éste no planeaba iniciar la guerra en
caso de que se modificasen las fronteras de Checoslovaquia de
t a l modo que satisficiese a sus demandas. De lo contrario,
Chamberlain iba a tener que reconocer que su política de apaciguamiento
del enemigo había fallado, debilitando a su país.
Refiriéndose a una cuestión vinculada con ésta, la especialista
en ciencia política Roberta Wohlstetter sostuvo lo mismo en su
análisis de los engaños que se llevan a cabo en una carrera
armamentista. Aludiendo a las violaciones del acuerdo naval
anglo-germano de 1936 en que incurrió Alemania, dijo: "Tanto
el transgresor como el transgredido (...) tenían interés en dejar
que persistiera el error. Ambas necesitaban preservar la
ilusión de que el acuerdo no había sido violado. El temor británico
a una carrera armamentista, tan hábilmente manipulado
por Hitler, llevó a ese acuerdo naval en el cual los ingleses (sin
consultar ni con los franceses ni con los italianos) tácitamente
modificaron el Tratado de Versalles; y fue ese mismo temor de
Londres el que le impidió reconocer o admitir las violaciones
del nuevo convenio".5
En muchos casos, la víctima del engaño pasa por alto los
errores que comete el embustero, dando la mejor interpretación
posible a su comportamiento ambiguo y entrando en connivencia
con aquél para mantener el engaño y eludir así las terribles
consecuencias que tendría para ella misma sacarlo a la luz. Un
marido engañado por su mujer que hace caso omiso de los
signos que delatan el adulterio puede así, al menos, posponer
la humillación de quedar al descubierto como cornudo y exponerse
a la posibilidad de un divorcio. Aun cuando reconozca
para sí la infidelidad de su esposa, quizá coopere en ocultar su
engaño para no tener que reconocerlo ante ella o ante los
demás. En la medida en que no se hable del asunto, tal vez le
quede alguna esperanza, por remota que sea, de haberla juzgado
equivocadamente, de que ella no esté envuelta en ningún
amorío.
Pero no todas las víctimas se muestran tan bien dispuestas
a ser engañadas.

Paul Ekman
Cómo detectar mentiras
Una guía para utilizar en el trabajo,
la política y la pareja

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