La experiencia es un
empeine con el cual le pegás a la polota (con o polota y no pelota porque
cancheramente se le dice así) mientras una botinera te sigue mamando el solape,
decía Ringo-Chelo-Starr cuando jugaba en el Manchester de camiseta celeste
Dos dedos es una
segunda opinión y tres es mayor seguridad, por eso es que no cualquiera la
emboca en a grieta garbo decía Frank sin Aptra ;)
Esta nota se titula:
todo nos chupa un huevo y la mitad del otro por quince años pero somos todos
buena gente que de ningún modo tenemos responsabilidad de nada del presente y
que no tuvimos oportunidad alguna de dejar de censurarme a tiempo para evitar el
catastrófico presente ;)
Cuando yo sea
presidente, lo primero que haré es decretar que se reconozca internacionalmente
que considero a Coco Silly la mejor persona de toda la argentina y que quiero
que sea mi amigo del alma para siempre, no como otros que no se la juegan por
nuestro gremio masculino y que arrugan ante la primer guacha feminazi que viene
a alterar nuestra cofradía de buenas personas solidarias. Y lo digo en serio,
le voy a hacer una estatua junto a los padres de la patria. Cosa que también
habría hecho por Beto Cassella pero Beto eligió traicionarme.
Si negamos que existe un modo
científico de debatir sumidos en
egomanías y en narcisismos jamás llegaremos a lo que fue la superación de
Shopenauer lograda por Wigestein.
Ricardo Garavito DNI 23.968798
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La dialéctica erística1 es el arte de discutir, pero
discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente
–por fas y por nefas-2.
Puede tenerse ciertamente razón objetiva en un asunto y sin embargo, a ojos de
los presentes y algunas veces también a los de uno mismo, parecer falto de
ella. A saber, cuando el adversario refuta mi prueba y esto sirve como
refutación misma de mi afirmación, la cual hubiese podido ser defendida de otro
modo. En este caso, como es natural, para él la relación es inversa, pues le
asiste la razón en lo que objetivamente no la tiene. En efecto, la verdad
objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los
oyentes son dos cosas distintas. (Hacia lo último se dirige la dialéctica.)
¿Cuál es el origen de esto? La
maldad natural del género humano. Si no fuese así, si fuésemos honestos por
naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo
debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que
previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier
caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que
tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual,
no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y
verdadero lo del adversario. esto, cada cual no tendría otra cosa que hacer más
que esforzase por juzgar rectamente, para lo que primero tendría que pensar y
luego hablar. Pero junto a la vanidad natural también se hermanan, en la mayor
parte de los seres humanos, la charlatanería y la innata improbidad.
Hablan antes de haber pensado y aun cuando en su fuero interno se dan cuenta de
que su afirmación es falsa y que no tienen razón, debe parecer, sin
embargo, como si fuese lo contrario. El interés por la verdad, que por lo
general muy bien pudo ser el único motivo al formular la supuesta tesis
verdadera, se inclina ahora del todo al interés de la vanidad: lo verdadero
debe parecer falso y lo falso verdadero.
Sin embargo, esa improbidad
misma, el empeño en mantener tozudamente una tesis incluso cuando nos parece
falsa, todavía tiene una excusa. Con frecuencia al comienzo de la discusión
estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis, pero ahora el
contraargumento del adversario parece refutarla; dando ya el asunto por
perdido, solemos encontrarnos más tarde con que, a pesar de todo, teníamos
razón; nuestra prueba era falsa, pero podía haber habido una adecuada para
defender nuestra afirmación: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo.
De ahí que surja en nosotros la máxima de luchar contra el razonamiento del
adversario incluso cuando parece correcto y definitivo, pues, precisamente, creemos
que su propia corrección no es más que ilusoria y que durante el curso de la
discusión se nos ocurrirá otro argumento con el que podremos oponernos a aquél,
o incluso alguna otra manera de probar nuestra verdad. De ahí que casi nos
veamos obligados a actuar con improbidad en las disputas o, cuando menos,
tentados a ello con gran facilidad. De esta forma se amparan mutuamente la
debilidad de nuestro entendimiento y la versatilidad de nuestra voluntad. Esto
ocasiona que, por regla general, quien discute no luche por amor de la verdad,
sino por su tesis como pro ara et focis [por el altar y el hogar] y por fas
o por nefas puesto que como ya se ha mostrado, no puede hacerlo de
otro modo. Lo habitual será, pues, que todos quieran que sea su afirmación la que
prevalezca sobre las otras, aunque momentáneamente llegue incluso a parecerles
falsa o dudosa"
DIALÉCTICA ERISTICA
O EL ARTE DE TENER RAZON
Expuesta en 38 estratagemas
Arthur Schopenhauer
Por lo general, los antiguos,
usaron lógica y dialéctica como sinónimo; también los modernos.
2 Erística sería sólo una palabra
más severa para designar lo mismo. Aristóteles
"Cuando la situación semeja ser
exactamente tal como se
nos aparece, la alternativa más
probable es que sea una farsa
total; cuando la farsa es excesivamente
evidente, la posibilidad
más probable es que no haya nada de
farsa." — E r v i n g
Goffman, Strategic Interaction.
"El marco de referencia que aquí
importa no es el de la
moral sino el de la supervivencia. La
capacidad lingüística para
ocultar información, informar
erróneamente, provocar ambigüedad,
formular hipótesis e inventar es
indispensable, en
todos los niveles —desde el camuflaje
grosero hasta la visión
poética—, para el equilibrio de la
conciencia humana y el desarrollo
del hombre en la sociedad..."
—George Steiner, After
Babel.
"Si la falsedad, como la verdad,
tuviese un solo rostro, estaríamos
mejor, ya que podríamos considerar
cierto lo opuesto de
lo que dijo el mentiroso. Pero lo
contrario a la verdad tiene m i l
formas y un campo ilimitado."
—Montaigne, Ensayos.
Es el 15 de septiembre de 1938 y va a
iniciarse uno de los
engaños más infames y mortíferos de la
historia. Adolf Hitler,
canciller de Alemania, y Neville
Chamberlain, primer ministro
de Gran Bretaña, se encuentran por vez
primera. El mundo
aguarda expectante, sabiendo que ésta
puede ser la última
esperanza de evitar otra guerra
mundial. (Hace apenas seis
meses las tropas de Hitler invadieron
Austria y la anexionaron
a Alemania. Inglaterra y Francia
protestaron, pero nada más.)
El 12 de septiembre, tres días antes de
esta reunión con Chamberlain,
Hitler exige que una parte de
Checoslovaquia sea
anexionada también a Alemania, e incita
a la revuelta en ese
país. Secretamente, Hitler ya ha
movilizado al ejército alemán
para atacar Checoslovaquia, pero sabe
que no estará listo para
ello hasta finales de septiembre.
Si Hitler logra evitar durante unas
semanas más que los
checoslovacos movilicen sus tropas,
tendrá la ventaja de un
ataque por sorpresa. Para ganar tiempo,
le oculta a Chamberlain
sus planes de invasión y le da su
palabra de que si los
checos satisfacen sus demandas se
preservará la paz. Chamberlain
es engañado; trata de persuadir a los
checos de que no
movilicen su ejército mientras exista
aún una posibilidad de
negociar con Hitler. Después de su
encuentro con éste, Chamberlain
le escribe a su hermana: "...pese
a la dureza y crueldad
que me pareció ver en su rostro, tuve
la impresión de que podía
confiarse en ese hombre si daba su
palabra de honor".1 Cinco
días más tarde, defendiendo su política
en el Parlamento frente
a quienes dudaban de la buena fe de
Hitler, Chamberlain
explica en un discurso que su contacto
personal con Hitler le
permitía decir que éste "decía lo
que realmente pensaba".2
Cuando comencé a estudiar la mentira,
hace quince años,
no tenía idea en absoluto de que mi
trabajo pudiera tener
alguna relación con esta clase de
mentiras. Pensaba que sólo
podía ser útil para los que trabajaban
con enfermos mentales.
Dicho estudio se había iniciado cuando
unos terapeutas a
quienes les había comunicado mis
hallazgos anteriores —que
las expresiones faciales son
universales, en tanto que los
ademanes son específicos de cada
cultura:— me preguntaron si
esos comportamientos no verbales podían
revelar que el paciente
estaba mintiendo.3 Por lo
general esto no origina dificultades,
pero se convierte en un problema cuando
un individuo que
ha sido internado en un hospital a raíz
de un intento de suicidio
simula que se siente mucho mejor. A los
médicos los aterroriza
ser engañados por un sujeto que se
suicida cuando queda
libre de las restricciones que le ha
impuesto el hospital. Esta
inquietud práctica de los terapeutas
planteó una cuestión
fundamental acerca de la comunicación
humana: ¿pueden las
personas controlar todos los mensajes
que transmiten, incluso
cuando están muy perturbadas, o es que
su conducta no verbal
delatará lo que esconden las palabras?
Busqué entre mis filmaciones de
entrevistas con pacientes
psiquiátricos un caso de mentira. Había
preparado esas películas
con una finalidad distinta: identificar
las expresiones del
rostro y los ademanes que podían ayudar
a diagnosticar un tipo
de trastorno mental y su gravedad.
Ahora que mi interés se
centraba en el engaño, me parecía ver
señales de mentiras en
muchos de esos filmes. La cuestión era
cómo estar seguro de
que lo eran. Sólo en un caso no tuve
ninguna duda, por lo que
sucedió después de la entrevista.
Mary era una ama de casa de 42 años. El
último de sus tres
intentos de suicidio había sido muy
grave: sólo por casualidad
alguien la encontró antes de que la
sobredosis de pildoras que
había tomado acabase con ella. Su
historia no era muy diferente
de la de tantas otras mujeres
deprimidas de mediana edad.
Los chicos habían crecido y ya no la
necesitaban, su marido
parecía enfrascado totalmente en su
trabajo... Mary se sentía
inútil. Para la época en que fue
internada en el hospital ya no
era capaz de llevar adelante el hogar,
no dormía bien y pasaba
la mayor parte del tiempo llorando a
solas.
En las tres primeras semanas que estuvo
en el hospital fue
medicada e hizo terapia de grupo.
Pareció reaccionar bien:
recobró la vivacidad y dejó de hablar
de suicidarse. En una de
las entrevistas que filmamos, Mary le
contó al médico lo mejorada
que se encontraba, y le pidió que la
autorizara a salir el
fin de semana. Pero antes de recibir el
permiso... confesó que
había mentido para conseguirlo: todavía
quería, desesperadamente,
matarse. Debió pasar otros tres meses
en el hospital
hasta recobrarse de veras, aunque un
año más tarde tuvo una
recaída. Luego dejó el hospital y, por
lo que sé, aparentemente
anduvo bien muchos años.
La entrevista filmada con Mary hizo
caer en el error a la
mayoría de los jóvenes psiquiatras y
psicólogos a quienes se la
mostré, y aun a muchos de los expertos.
4 La estudiamos centenares
de horas, volviendo atrás repetidas
veces, inspeccionando
cada gesto y cada expresión con cámara
lenta para tratar de
descubrir cualquier indicio de engaño.
En una brevísima pausa
que hizo Mary antes de explicarle al
médico cuáles eran sus
planes para el futuro, vimos en cámara
lenta una fugaz expresión
facial de desesperación, tan efímera
que la habíamos
pasado por alto las primeras veces que
examinamos el film.
Una vez que advertimos que los
sentimientos ocultos podían
evidenciarse en estas brevísimas microexpresiones, buscamos y
encontramos muchas más, que
habitualmente eran encubiertas
al instante por una sonrisa. También
encontramos un microademán:
al contarle al médico lo bien que
estaba superando sus
dificultades, Mary mostraba a veces un
fragmento de gesto de
indiferencia... ni siquiera era un
ademán completo, sino sólo
una parte: a veces, se trataba de una
leve rotación de una de
sus manos, otras veces las manos
quedaban quietas pero
encogía un hombro en forma casi imperceptible.
Creímos haber observado otros indicios
no verbales del
engaño, pero no estábamos seguros de
haberlos descubierto o
imaginado. Cualquier comportamiento
inocente parece sospechoso
cuando uno sabe que el sujeto ha
mentido. Sólo una
medición objetiva, no influenciada por
nuestro conocimiento de
que la persona mentía o decía la
verdad, podía servirnos como
prueba que corroborase lo que habíamos
observado. Además,
para estar seguros de que los indicios
de engaño descubiertos
no eran idiosincrásicos, teníamos que
estudiar a mucha gente.
Lógicamente, para el encargado de
detectar las mentiras —el
cazador de mentiras— todo sería mucho
más sencillo si las
conductas que traicionan el engaño de
un sujeto fuesen evidentes
también en las mentiras de otros sujetos;
pero ocurre que
los signos del engaño pueden ser
propios de cada individuo.
Diseñamos un experimento, tomando como
modelo la mentira
de Mary, en el cual los sujetos
estudiados tenían una intensa
motivación para ocultar las fuertes
emociones negativas experimentadas
en el momento de mentir. Les hicimos
observar a
estos sujetos una película muy
perturbadora, en la que aparecían
escenas quirúrgicas sangrientas; debían
ocultar sus sentimientos
reales de repugnancia, disgusto o
angustia y convencer
a un entrevistador que no había visto
el film de que habían
disfrutado una película documental en
la que se presentaban
bellos jardines floridos. (En los
capítulos 4 y 5 damos cuenta de
nuestros hallazgos.)
No pasó más de un año —aún estábamos en
las etapas
iniciales de nuestros experimentos
sobre mentiras— cuando
me enteré de que me estaban buscando
ciertas personas interesadas
en un tipo de mentiras muy diferente.
¿Podían servir mis
métodos o mis hallazgos para atrapar a
ciertos norteamericanos
sospechosos de trabajar como espías
para otros países? A
medida que fueron pasando los años y
nuestros descubrimientos
sobre los indicios conductuales de los
engaños de pacientes
a sus médicos se publicaron en revistas
científicas, las solicitudes
aumentaron. ¿Qué opinaba yo sobre la
posibilidad de adiestrar
a los guardaespaldas de los integrantes
del gabinete para
que pudiesen individualizar, a través
de sus ademanes o de su
modo de caminar, a un terrorista
dispuesto a asesinar a uno de
estos altos funcionarios? ¿Podíamos
enseñarle al FBI a entrenar
a sus policías para que fuesen capaces
de averiguar cuándo
mentía un sospechoso? Ya no me
sorprendió cuando me
preguntaron si sería capaz de ayudar a
los funcionarios que
llevaban a cabo negociaciones
internacionales del más alto
nivel para que detectasen las mentiras
del otro bando, o si a
partir de unas fotografías tomadas a
Patricia Hearst mientras
participó en el asalto a un banco
podría decir si ella había
tenido o no el propósito de robar. En
los cinco últimos años el
interés por este tema se
internacionalizó: tomaron contacto
conmigo representantes de dos países
con los que Estados
Unidos mantenía relaciones amistosas, y
en una ocasión en que
yo estaba dando unas conferencias en la Unión Soviética ,
se me
aproximaron algunos funcionarios que
dijeron pertenecer a un
"organismo eléctrico"
responsable de los interrogatorios.
No me causaba mucho agrado este
interés; temía que mis
hallazgos fuesen aceptados
acríticamente o aplicados en forma
apresurada como producto de la ansiedad,
o que se utilizasen
con fines inconfesables. Pensaba que a
menudo las claves no
verbales del engaño no serían evidentes
en la mayor parte de
los falseamientos de tipo criminal,
político o diplomático; sólo
se trataba de "corazonadas" o
conjeturas. Cuando era interrogado
al respecto no sabía explicar el
porqué. Para lograrlo,
tenía que averiguar el motivo de que
las personas cometiesen
errores al mentir, como de hecho lo
hacen. No todas las mentiras
fracasan en sus propósitos: algunas son
ejecutadas impecablemente.
No es forzoso que haya indicios
conductuales —una
expresión facial mantenida durante un
tiempo excesivo, un
ademán habitual que no aparece, un
quiebro momentáneo de la
voz—. Debía haber signos delatores. Sin
embargo, yo estaba
seguro de que tenían que existir
ciertos indicios generales del
engaño, de que aun a los mentirosos más
impenetrables los
tenía que traicionar su comportamiento.
Ahora bien: saber
cuándo una mentira lograba su objetivo
y cuándo fracasaba,
cuándo tenía sentido indagar en busca
de indicios y cuándo no,
significaba saber cómo diferían entre
sí las mentiras, los mentirosos
y los descubridores de mentiras.
La mentira que Hitler le dijo a
Chamberlain y la que Mary
le dijo a su médico implicaban, ambas,
engaños sumamente
graves, donde lo que estaba en juego
eran vidas humanas.
Ambos escondieron sus planes para el
futuro y, como aspecto
central de su mentira, simularon
emociones que no tenían.
Pero la diferencia entre la primera de
estas mentiras y la
segunda es enorme. Hitler es un ejemplo
de lo que más tarde
denominaré "ejecutante
profesional"; además de su habilidad
natural, tenía mucho más práctica en el
engaño que Mary.
Por otra parte, Hitler contaba con una
ventaja: estaba
engañando a alguien que deseaba ser
engañado. Chamberlain
era una víctima bien dispuesta, ya que
él quería creer en la
mentira de Hitler, en que éste no
planeaba iniciar la guerra en
caso de que se modificasen las
fronteras de Checoslovaquia de
t a l modo que satisficiese a sus
demandas. De lo contrario,
Chamberlain iba a tener que reconocer
que su política de apaciguamiento
del enemigo había fallado, debilitando
a su país.
Refiriéndose a una cuestión vinculada
con ésta, la especialista
en ciencia política Roberta Wohlstetter
sostuvo lo mismo en su
análisis de los engaños que se llevan a
cabo en una carrera
armamentista. Aludiendo a las
violaciones del acuerdo naval
anglo-germano de 1936 en que incurrió
Alemania, dijo: "Tanto
el transgresor como el transgredido
(...) tenían interés en dejar
que persistiera el error. Ambas
necesitaban preservar la
ilusión de que el acuerdo no había sido
violado. El temor británico
a una carrera armamentista, tan
hábilmente manipulado
por Hitler, llevó a ese acuerdo naval
en el cual los ingleses (sin
consultar ni con los franceses ni con
los italianos) tácitamente
modificaron el Tratado de Versalles; y
fue ese mismo temor de
Londres el que le impidió reconocer o
admitir las violaciones
del nuevo convenio".5
En muchos casos, la víctima del engaño
pasa por alto los
errores que comete el embustero, dando
la mejor interpretación
posible a su comportamiento ambiguo y
entrando en connivencia
con aquél para mantener el engaño y
eludir así las terribles
consecuencias que tendría para ella
misma sacarlo a la luz. Un
marido engañado por su mujer que hace
caso omiso de los
signos que delatan el adulterio puede
así, al menos, posponer
la humillación de quedar al descubierto
como cornudo y exponerse
a la posibilidad de un divorcio. Aun
cuando reconozca
para sí la infidelidad de su esposa,
quizá coopere en ocultar su
engaño para no tener que reconocerlo
ante ella o ante los
demás. En la medida en que no se hable
del asunto, tal vez le
quede alguna esperanza, por remota que
sea, de haberla juzgado
equivocadamente, de que ella no esté
envuelta en ningún
amorío.
Pero no todas las víctimas se muestran
tan bien dispuestas
a ser engañadas.
Paul Ekman
Cómo detectar mentiras
Una guía para utilizar en el
trabajo,
la política y la pareja
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