¿Qué responderte a tí corazoncito?
Ya sé qué responderte ;) te quiero muito y te dedico un tema.- ;) siempre en tono irónico claro está ;) jeje
A parecer mi vuelo intelectual ha puesto la vara muy alta y las partes no conectan la enorme estatura con la cual contexto, pero Galeano antes de morir confesó decir frases mías y José Saramago también, estamos hablando de próceres reales señores ,)
Decía Noami Kleim en su momento.
TERCERA
PARTE
Vallas al movimiento:
la criminalización de la disidencia
[Donde se inhalan abundantes cantidades
de gas, hay amigos que son arrojados a los
furgones por los polis ataviados de anarquistas
y un adolescente muere en Génova...
El cálculo brutal del sufrimiento
Cuando la vida de algunos parece valer más
que la de otros
Octubre de 2001
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radas una noticia bomba. Nunca olvidaré las palabras del editor: «No
te preocupes, estas personas se matan entre ellas constantemente».
Desde el 11 de septiembre, he vuelto a pensar de nuevo en aquel
incidente, en cómo los medios de comunicación participan en un proceso
que confirma la idea de que la muerte y el asesinato son trágicos,
extraordinarios e intolerables en algunos lugares, pero banales, ordinarios,
inevitables e incluso previsibles en otros.
Y es que, francamente, todavía queda parte de la inocencia de los
veintitrés años en mi interior. Y todavía pienso que la idea de que cierta
sangre es de un valor incalculable y otra muy barata no sólo es censurable,
sino que ha contribuido a llevarnos a un momento histórico
tan sangriento como el nuestro.
Ese cálculo frío, brutal y casi inconsciente se ha introducido en nociones económicas en los niños de dicho país. Después del bombardeo
de una fábrica de medicamentos en Sudán en 1998 (confundida con
una factoría de armas químicas), no hubo muchos reportajes de seguimiento
acerca de los efectos que la interrupción en la fabricación de
vacunas tuvo sobre la prevención de enfermedades de la región.
Y cuando la OTAN bombardeó objetivos civiles en Kosovo —entre
los que se contaban mercados, hospitales, convoyes de refugiados,
trenes de pasajeros—, la NBC no hizo entrevistas «a pie de calle» a los
supervivientes para saber lo afectados que estaban por esa destrucción
indiscriminada.
Lo que ha sido llamada «cobertura de guerra de videojuego» es solamente
una reflexión acerca de la idea que ha guiado la política exterior
de América desde la Guerra del Golfo: la idea de que es posible
intervenir en conflictos de todo el mundo —Irak, Kosovo, Afganistán—
y que el número de bajas estadounidenses sea mínimo. El gobierno
de Estados Unidos ha llegado a creer en un oxímoron de nuevo
cuño: una guerra segura.
Y es esta lógica, reflejada reiteradamente en nuestra sesgada cobertura
de los conflictos internacionales, lo que está contribuyendo a
alimentar una ira ciega en muchas partes del mundo, una ira provocada
por la persistente asimetría del sufrimiento. Éste es el contexto en
el que los retorcidos buscadores de venganza han aparecido sin una
serie de demandas concretas pero con una necesidad visceral de que
los ciudadanos de EE.UU. compartan su dolor.
Es fácil para los que estamos en los medios de comunicación, decirnos
a nosotros que no podemos sino participar en este brutal cálculo.
Es evidente que nos preocupamos más por la pérdida de unas personas
que por la de otras. Sencillamente, en el mundo se derrama
demasiada sangre como para que guardemos duelo por todas las
muertes, incluso por cada matanza. Así que hacemos distinciones arbitrarias
para pasar página: nos preocupamos por los niños más que
por los adultos, nos preocupamos más por los que se parecen a nosotros
que por los que no.
Es posible que esto sea natural, si es que nos atrevemos a utilizar
esta palabra. Pero estos cálculos se vuelven mucho más inquietantes
en el contexto de los emporios de comunicación globales, que son hoy
en día las fuentes de información primarias para muchas personas de
todo el mundo. La CNN, la BBC y NewsCorp, a pesar de que quieran
parecer internacionales, incluso aterritoriales, todavía ofrecen la información
desde las perspectivas americanas y europeas. Cuando diCAPITALIZAR
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cen «nosotros» se trata de un nosotros, por, Atlanta, Londres o Nueva
York. La pregunta es: ¿qué pasa cuando las estrechas implicaciones de
este «nosotros» son emitidas en los lugares más remotos de un mundo
profundamente dividido, mal disfrazado de un «nosotros» global?
Este proceso de universalización no es casi nunca cuestionado, especialmente
por aquellos que poseen los medios de comunicación globales.
Damos por supuesto que hoy en día compartimos una cultura:
vemos las mismas películas malas, adoramos a Jennifer Lopez, vestimos
ropas Nike y comemos en McDonald’s, de tal modo que debemos
lamentar las mismas muertes: las de Diana o las de los bomberos de
Nueva York. Pero la transmisión es inevitablemente unidireccional. El
«nosotros» global —tal y como se define en Londres y Nueva York—
está llegando a hogares que no están claramente incluidos en sus estrechos
límites, en lugares donde las pérdidas locales no son tratadas
como pérdidas globales, donde esas pérdidas locales son de algún
modo reducidas en comparación con la grandeza, la globalidad de
nuestro propio dolor proyectado.
Quizá, como periodistas, no deberíamos enfrentarnos a los efectos
de nuestros cálculos, pero no podemos seguir evitándolos. Nuestras
sesgadas inclinaciones, gracias a los satélites globales, están a la vista
de todos cuando globalizamos nuestro sufrimiento: «ellos» reciben el
mensaje de que no son como «nosotros», de que no forman parte del
«nosotros» global. Y se enfadan, se enfadan mucho.
Desde el 11 de septiembre he hablado con amigos de Sudáfrica e
Irán que están furiosos con la efusión de dolor exigida en respuesta a
los ataques. Dicen que es racista pedirle al mundo que guarde duelo y
vengue de las muertes estaonudidenses cuando tantas muertes en sus
países ocurren sin duelo alguno, sin venganza alguna. He discutido
con mis amigos que se trata de una discusión moral sin salida, que lamentar
las terribles pérdidas de los demás es seguramente lo que significa
ser humano. Pero he debido aceptar, con mucha reticencia, que
a caso esté pidiendo demasiado. Quizá frente a quienes han contemplado
tanta indiferencia ante la pérdida de sus seres amados, tanta asimetría
en la compasión, los occidentales, al menos temporalmente,
hemos perdido el derecho de esperar compasión a cambio.
En Canadá, acabamos de atravesar un escándalo de grandes proporciones
porque una de las líderes feministas afirmó que la política
exterior de América está «manchada de sangre». Inaceptable, dijeron
muchos, después de los ataques a Estados Unidos. Algunos incluso
quisieron imputarla por su discurso del odio. Al defenderse de las críticas, Sunera Thobani, que fue inmigrante en Canadá, dijo que había
elegido sus palabras cuidadosamente para señalar que, a pesar del incorpóreo
lenguaje de las bombas inteligentes, las víctimas de las agresiones
de Estados Unidos también sangran.
«Es un intento de humanizar a esas personas con términos muy
gráficos», escribió. «Nos exige reconocer la absoluta corporeidad del
terreno sobre el que caen las bombas y se extiende el terror masivo.
Este lenguaje “nos” pide que reconozcamos que “ellos” sangran como
“nosotros”, que “ellos” padecen y sufren como “nosotros”.»
Ésta, según parece, es la «civilización» por la que estamos luchando:
batallas por los que pueden sangrar. «La compasión —me escribió
la semana pasada un amigo— no es una cuestión de ecuaciones. Pero,
innegablemente, hay algo apenas soportable en la jerarquía de la
muerte (1 americano equivale a 2 europeos occidentales, a 10 yugoslavos,
a 50 árabes, a 200 africanos), debida en parte al poder, en parte a
la riqueza y en parte a la raza.»
Como responsables de los medios de comunicación debemos examinar
atentamente nuestro trabajo y preguntarnos qué estamos haciendo
para contribuir a esta devaluación de las vidas humanas y al
odio y resentimiento que se derivan de ella. Por tradición, estamos
perfectamente acostumbrados a darnos palmaditas en la espalda, convencidos
de que nuestro trabajo hace que la gente sea más compasiva,
esté más conectada. Recuerden que la televisión por satélite debía llevar
la democracia al mundo, o al menos eso es lo que nos dijeron en
1989. El presidente de Viacom International, Sumner Redstone, dijo
en una ocasión: «Pusimos la MTV en la Alemania del Este y al día siguiente
cayó el Muro de Berlín». Y Rupert Murdoch afirmó que «las
emisiones por satélite hacen posible que los ciudadanos ávidos de información
de muchas sociedades cerradas puedan prescindir de la televisión
controlada por el Estado».
Pero, una década más tarde, resulta evidente que en lugar de llevar
la democracia, la televisión ha mostrado sin recato las desigualdades y
asimetrías y ha emitido ondas de resentimiento. En 1989, los periodistas
occidentales eran considerados aliados en las luchas por la liberación.
«Todo el mundo está mirando», gritaban las muchedumbres durante
la Revolución de Terciopelo y en la plaza de Tiananmen. Ahora,
los periodistas son abucheados por los manifestantes, que los consideran
una parte del sistema que continuamente resta importancia a las
desigualdades y margina a las voces disidentes. Y esta semana, trágicamente,
algunos periodistas de Estados Unidos están abriendo sobres
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llenos de polvo blanco, como si de repente, de un modo impensable,
fueran los sujetos de la historia que están cubriendo.
Buena parte de este conflicto es quién y qué es visto y oído, qué vidas
son contadas. Los ataques de Nueva York y Washington no sólo
han sido diseñados como golpes, sino también como un espectáculo
por su carga teatral. Y fueron captados por las cámaras desde todos
los ángulos, reproducidos y una y otra vez. Pero ¿qué está pasando
ahora en Afganistán? El Departamento de Estado de Estados Unidos
ha pedido a las cadenas de televisión y los periódicos que no emitan
los comunicados de Bin Laden porque podrían incitar un sentimiento
antiamericano. Y por dos millones de dólares al mes, el Pentágono ha
comprado los derechos exclusivos del único satélite privado que hay
sobre Afganistán que ofrece una resolución suficientemente alta como
para ver a seres humanos.
Si pudiéramos ver las imágenes en las pantallas de nuestros televisores
—bajas humanas, caravanas de refugiados— podríamos pensar
que la muerte y destrucción de Afganistán empieza, modestamente, a
adquirir la misma realidad y humanidad que las muertes en Nueva
York y Washington. Tendríamos que enfrentarnos a personas de verdad
en lugar de contemplar un aséptico videojuego. Pero ninguna
imagen puede ser emitida sin el consentimiento del Departamento de
Defensa, ninguna.
La guerra silenciosa por aquellos cuyas vidas son contadas, cuyas
muertes son lamentadas colectivamente, es muy anterior al 11 de septiembre.
En realidad, buena parte del shock del 11 de septiembre tuvo
que ver con la forma en que el sufrimiento global es invisible en la
prensa mayoritaria de Estados Unidos, dejado de lado ante la euforia
por la prosperidad y el comercio.
De este modo, América se despertó el 11 de septiembre en mitad
de una guerra para descubrir que esa guerra había estado en marcha
durante años. Pero nadie se lo había dicho. Estaban escuchando detalles
sobre O. J. Simpson en lugar de sobre los devastadores efectos
de las sanciones económicas en los niños iraquíes. Estaban escuchando
detalles sobre Monica en lugar de sobre las repercusiones del
bombardeo de una fábrica de medicamentos. Estaban aprendiendo
cosas de Supervivientes en lugar del papel que la CIA había desempeñado
en la financiación de los guerreros mujahidin. «Aquí está el
problema», escribió la novelista india Arundhati Roy. «América está
en guerra contra gente a la que no conoce porque no aparece demasiado
en televisión.»
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Christopher Isherwood escribió en una ocasión acerca de los americanos
que «los europeos nos odian porque nos hemos retirado a vivir
en el interior de nuestros anuncios, como ermitaños en cuevas, dedicados
a la .contemplación» Este retiro a un capullo mediático
autorreferencial sirve de algún modo para explicar por qué los ataques
del 11 de septiembre no parecieron venir de otro país, sino de otro
planeta, un universo paralelo, tal fue la desorientación y desubicación.
Pero en lugar de ponernos a llenar este hueco —de información,
de análisis, de comprensión— asistimos a un estribillo: vinieron de la
nada, es inexplicable, no tiene precedente alguno; «ellos» nos odian,
quieren acabar con nuestras democracias, nuestras libertades, nuestra
esencia. En lugar de preguntarnos por qué tuvieron lugar los ataques,
nuestras cadenas de televisión se limitan a reproducirlos una y otra
vez.
Justo cuando los americanos necesitan más información del mundo
exterior —y del complejo y conflictivo lugar que su país ocupa en
él—, sólo reciben un reflejo de sí mismos, una y otra vez: americanos
llorando, americanos recuperándose, americanos vitoreando, americanos
rezando. Unos medios de comunicación como casas de espejos,
cuando lo único que necesitamos son más ventanas abiertas al mundo.
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